Después de subir y bajar varias veces los ejemplares de bolsillo de segunda mano que el hoy librero había ordenado con gusto propio en pequeños montones sobre una mesita a las puertas de la calle; y de entrar y volver a salir de este almacén casero para recuperar mi tercera o cuarta elección, creía haber tomado una decisión.
Digo hoy librero o librero por unas horas porque, en realidad, si algo era él, ese algo al que todos nos vemos obligados, la definición de nosotros mismos, tantas como esquinas a nuestro paso, lo llamaban escritor. Pero refugiado en las cuatro paredes del empresario cuatro días por semana, por voluntad propia.
La tía Tula. Pagué el mísero euro del valor de la novela y proseguí mi camino al metro. Llevaba reservado en el bolsillo trasero del pantalón vaquero el euro treinta del periódico en el que trabajaba desde hacía tres semanas. Mi primer trabajo. O mejor dicho, mis primeras prácticas. El actual empleo de este país para los jóvenes menores de treinta años con estudios superiores, más estudios superiores, y una pila de cursos y experiencias internacionales. Y ahí estaba yo: cambiando información por literatura.
Nada más salir, o incluso unos segundos antes, mientras soltaba las monedas de cincuenta, veinte, veinte y diez, pensé que debería haberme llevado Werther. El prólogo decía que estaba indicado para almas enamoradas. Y yo lo estaba. Pero necesitaba algo más ligero (Por supuesto me equivoqué: La tía Tula no tiene nada de light). Y también más digestivo que las noticias que por entonces cubrían las hojas de la prensa.
En realidad no tenía ni idea de nada. Acorde con la edad. A mí lo que de verdad me atraía de todo aquello era la instantánea de los libros apilados, solos, libros que habían sido de otros, de otras manos y otros ojos, o que todavía lo eran, con sus millones de letras formando historias e historia que me obsesionaba por unos segundos al querer tener el tiempo de conocer. De conocerlas todas. Y eso me atormentaba. Me responsabilizaba. Se habían colado en mi camino, como tantas otras luces, y ahí estaban, disponibles para mí y no yo para ellos, que tenía que seguir mi camino.
En los tres minutos que tardé en llegar a las escaleras mecánicas del metro de Moncloa ya me había convencido de que había elegido bien y quede tranquila. Ahora mi mente estaba ocupada por un pensamiento distinto.
Leonardo había usado una carretilla, una carretilla grande, y depositado en ella todos los libros de su casa. Todos. Sin quitarles el polvo ni nada. Había ido echándolos uno por uno primero, cuidadosamente, como los pequeños tesoros de una vida que eran, y recordando el momento exacto y las circunstancias que habían rodeado su lectura. Ese tiempo de paz del uno con el otro. Sin que nadie les molestase.
Con gran mimo, les prestaba una última mirada y les pedía que le perdonasen. Algunos los abría y leía un par de páginas, las últimas. Las estanterías quedaban blancas, desnudas. Pero no había que esforzarse mucho para ver que cada libro tenía su sitio y que había dejado su huella. Si te alejabas unos metros aún los podías ver de nuevo allí colocados. Con sus matices y sus formas, en sus lugares adquiridos por el paso del tiempo.
-¡¡Leonardo!! -gritó Angelita, que ya iba por la tercera vuelta a la casa maldiciendo no tener sitio para ella. -¿Es que soy un cero a la izquierda en esta soberana casa? ¡Está más que claro que mi opinión no cuenta nada! -seguía diciendo mientras entraba en su cuarto, un poco más lejos ya. -Pronto no vamos a tener donde sentarnos y él sigue trayendo libros y más libros… Quién me mandaría a mí…- Le recorrían los celos por la sangre caliente a su mujer por el enamoramiento de éste hacía sus libros. Hacia todos ellos. Igual que el manso torito Ferdinando lo estaba de sus rosas.
-¡Un día me largo de aquí!- seguía diciendo,- y me llevo conmigo al niño que cargo sobre mi espalda y mi alma desde hace ocho meses. ¡Me marcho te digo!, ¿Me oyes Leonardo? -.
Así fue como Leonardo no tuvo otro remedio que dejar sus pertenencias más queridas a su suerte, en el suelo de un pequeño local que le había salido por muy poco. El “se alquila” llevaba dos o tres años ya de un naranja muy pálido que no levantaba el mínimo interés, de modo que el dueño, harto ya, lo vendió sin rechistar.
Leonardo, con su corte de pelo cacerola y sus gafas de pasta negras, era librero, y su mujer estaba mucho más contenta. -Mi marido se ha hecho autónomo. Ahora tenemos un negocio propio -presumía delante del que se le cruzase. Leonardo también lo terminó aceptando. -Qué mejor que compartir, sacar unos pocos euros y tener la excusa perfecta para comprar otros nuevos- pensaba. Los leería en los largos ratos que pasaba en la tienda y después los echaría al destino. Angelita no se enteraría de nada, se decía, orgulloso de haber conseguido salirse con la suya de algún modo.