"Probable síndrome ansioso depresivo". Éste fue el erróneo diagnóstico que le adjudicaron a A. P. al llegar al servicio de Urgencias una tarde de agosto. Sin tomar en serio los síntomas que fueron manifestándose –entre ellos la imposibilidad de hablar y la desviación del labio– y sin considerar los antecedentes personales y familiares en los que su marido no cesó de insistir, el Hospital Gregorio Marañón de Madrid tardó tres días en aceptar el infarto cerebral que en 2001 frenó el mundo de una joven de 36 años.
Como resultado, una vida truncada, cuatro médicos condenados (dos de ellos, a un año de cárcel) y 880.000 euros de indemnización. Ésta ha sido la decisión de la Audiencia Provincial Sección Decimoquinta de Madrid. En su sentencia asegura que se "omitieron los tratamientos que hubieran podido frenar el trastorno neurológico y no se realizaron las pruebas que la praxis médica impone como necesarias y pertinentes".
La resolución detalla que tanto el internista adjunto como el psiquiatra incurrieron en un delito de lesiones por imprudencia grave, y por ello son condenados a un año de prisión y quedan inhabilitados para ejercer cualquier actividad sanitaria durante el mismo tiempo. Asimismo, la negligencia médica también recae sobre dos residentes de segundo y cuarto año, condenados por una falta de lesiones por imprudencia leve al pago de una multa de 10 días.
Los médicos se encontraban, según explicaron en juicio el forense y los peritos, ante un "ictus in crescendo", siendo "las primeras horas fundamentales para la posibilidad de recuperación". Álvaro Sardinero, abogado de la pareja y de la Asociación el Defensor del Paciente, dice: "Las secuelas de la paciente podrían haber sido inexistentes. Un trombo paraliza la circulación sanguínea del cerebro y si no se reanuda el sistema se va lesionando, pero con medicación la mejoría es inmediata".
Debido a la negligencia médica, A. P. tiene paralizadas las extremidades derechas, tanto superiores como inferiores, de la cabeza a los pies. La boca, afectada; una afasia motora que le impide expresarse con claridad y que hace difícil entenderla; y un 25% de visibilidad menos en el ojo derecho, como consecuencia del debilitamiento muscular que la fuerza a depender de una silla de ruedas. Intelectualmente está perfecta.
Se da la circunstancia de que la joven estaba embarazada cuando llegó al hospital. Poco después se vio forzada a interrumpir la gestación.
Lo sucedido se remonta al mediodía del 27 de agosto de 2001, cuando A. P. comenzó a sentirse mal, con mareos y pérdida de fuerza. En el Hospital Gregorio Marañón no tuvieron en cuenta las insistencias del marido sobre el embolismo pulmonar sufrido hacía cuatro años por la paciente, ni tampoco el fallecimiento de su padre a causa de una hemorragia cerebral. El diagnóstico emitido fue una "probable depresión". Así, la remitieron a Psiquiatría, a pesar de que su abogado asegura que "no tenía antecedentes por este motivo ni estaba en tratamiento", y le recomendaron un seguimiento por parte de su médico de atención primaria.
A la noche siguiente, volvieron los síntomas y otros nuevos: pérdida de fuerza en el lado derecho del cuerpo e incapacidad para hablar. Dos residentes dieron por válido el diagnóstico del día anterior y, sin alarmarse por el empeoramiento de A. P., no vieron la necesidad de descartar un trastorno neurológico.
Sin embargo, por "la complejidad del caso", tal como reflexionaron las aprendices, consultaron con el médico adjunto y responsable último del servicio de Urgencias de la unidad de Psiquiatría. Éste no comprobó que la exploración fuera la correcta y se limitó a ordenar que sedaran a la enferma, además de recomendar su sujeción hasta que cesara su inquietud. No es hasta el día 29 cuando la desviación del labio fuerza la realización de un TAC y el veredicto final acoge el nombre de infarto cerebral. Pero ya era tarde.
Este diario se puso en contacto con el Gregorio Marañón, que decidió "no hacer comentarios, respetando así la decisión del juez".
Publicado el 17 de junio de 2013 en el diario El Mundo.
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